Si buscas resultados diferentes, no hagas siempre lo mismo. Albert Einstein.


lunes, 22 de enero de 2024

TEXTO NARRATIVO: SHUAIB

 

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SHUAIB

Ahmedabad, Guyarat, India

La tela se hundía en el tinte azul. Las manos de Shuaib la empujaban. Después emergía, se ahuecaba, flotaba. El color era tan intenso que hipnotizaba. Índigo sintetizado con formol, cianuro de hidrógeno y otros químicos. Añil, azulón, azur, el color de los jeans. En algunos pliegues se oscurecía. El agua residual corría teñida por el canalón. A pesar de los químicos, prefería ese trabajo a la inspección de los defectos de las telas mientras se doblaban y caían al carro desde los grandes rodillos. Sin embargo, él quería usar las máquinas. Él tenía cabeza, ya se lo había dicho a Gautam Kakambani más de una vez, pero el hombre, aquel hindú arrogante y sudoroso, parecía regocijarse encargándole trabajos donde solo había que emplear la fuerza. Arrastrar bidones de tintes, llevar placas, teñir las telas de algodón. Levantó la cabeza y miró al final de la nave. Otros muchachos hacían el mismo trabajo que él. Algunos usaban guantes, pero a Shuaib no se los habían dado.

Las telas de colores se tintaban en la impresora rotatoria, con los rodillos y las enormes pantallas, cada una de  un color distinto, por las que iba pasando la tela. Las sogas de algodón para los vaqueros las teñía una máquina, pero se había estropeado, así que ahora todos estaban tiñendo a mano para llegar a cumplir el pedido. Tenían que sumergirlas varias veces y después escurrirlas, enrollarlas. Las manos de Shuaib estaban azules.

Deseaba que llegara el final de la jornada. Estaba exhausto y , sin embargo, no se iría a descansar. No, debía ver a Anand. Comprendía que se había portado mal con él. La enfermedad de de Nisa le había trastornado. Estaba decidido a pedirle perdón a su manera. Miró hacia las ventanas sin cristales. El aire tórrido y las primeras sombras se volcaban contra ellas. El cielo estaba encapotado. El calor predecía la tormenta. Shuaib deseó ver volar un amandava, deseó la promesa que auguraba su vuelo rojo, pero solo había nubes. De pronto, unos cuervos aletearon cerca. Uno entró en la nave y graznó y revoloteó creando un alboroto entre los hombres. Algunos dieron manotazos para espantar al pájaro.  El cuervo picoteó algunas cabezas. Después, se posó en el borde de la ventana y emitió unos graznidos que hicieron reír a Shuaib. Era como si estuviera satisfecho por aquellos picotazos. Como si dijese: "Habéis tenido vuestro merecido, bobos humanos. Picotearé de nuevo a quien se atreva a perseguirme".

Cuando Shuaib retomó el trabajo, vio la pluma en el tinte. Era de un negro brillante, aterciopelado. Flotaba y comenzaba a teñirse de azul. La cogió. Hundió el cálamo en el colorante y después trató de dibujarse un pájaro en el brazo, pero no supo. En la piel se le quedó un garabato. Volvió a mojar la pluma para intentarlo de nuevo y una gota se deslizó de la caña, cayó sobre las sogas de algodón recién tintadas  y retorcidas. Una mancha azul más oscura quedó impresa, casi imperceptible, con una forma confusa, que podía parecer un ave, un corazón , una letra. Shuaib recordó entonces, sin saber por qué, a aquella chica con la que había cruzado una mirada cuando viajaba en tren hacia Ahmedabad. Con el cálamo, dio forma a aquella mancha para que pareciese un corazón. Algún día, pensó, una chica como esa se enamoraría de él.

-¡Muchacho, ponte a trabajar! -le gritó un hombre.

Al fin, la jornada terminó. Shuaib se lavó las manos y corrió a la sala donde se amontonaban los retales de tela que él usaba para dormir. Tomó unos cuantos, los enrolló y los ató hasta formar una pelota, mientras mordisqueaba un chile y sus párpados se llenaban de sudor. Salió de la fábrica en busca de Anand en el momento en que caían las primeras gotas. Algunos trabajadores, al ver que comenzaba a llover, regresaron en busca de plásticos para cubrirse. Provocaron cierto tumulto en la entrada de la fábrica. Shuaib se abrió paso entre ellos.

Todavía no llovía mucho y aquellas primeras gotas refrescaban el ambiente. El chico aspiró el aire húmedo con ansia. Se sintió bien, caminó hacia el riachuelo disfrutando del agua que mojaba sus mejillas. Por un momento temió que  Anand no estuviera o que, si estaba, echase a correr, molesto con él. Pero no ocurrió ni una cosa ni otra, y Shuaib despreció la mansedumbre de aquel hindú y al mismo tiempo la admiró.

-La he hecho para ti -dijo mostrándole la pelota de tela.

El rostro de Anand se iluminó. Balanceó la cabeza de lado a lado, sonriente, después de inclinar el torso en señal de agradecimiento. Shuaib le lanzó la pelota. Anand chapoteó en el fango del río para alcanzarla. Pateó la bola de retales y se la lanzó a Shuaib. También Shuaib corrió. Los dos jugaron bajo la lluvia, que arreciaba. Golpeaba las aguas limosas, se escurría por sus pieles oscuras, ahora brillantes en las sombras del atardecer lluvioso. Empapaba sus ropas y la pelota de tela pesaba más. Anand y Shuaib corrían tras ella, se la lanzaban como si fueran dos chicos cualquiera, dos adolescentes en un parque con un balón de reglamento. Como si no fueran un paria hindú que recogían desperdicios en las aguas contaminadas de un riachuelo fangoso y un muchacho musulmán que trabajaba en una fábrica doce horas diarias. Jugaban. Anand saltó para patear la pelota de nuevo y con el impulso cayó de costado al barro. Shuaib no pudo evitar doblarse de la risa. Después, arrepentido, se acercó y le ofreció su mano para ayudarlo a levantarse.

Anand estaba lleno de barro y de porquería. Su boca de dientes perfectos sonreía, pero entonces vio la mano de Shuaib, una mano de niño, áspera de trabajo, de dedos largos, con las cutículas de las uñas azules, sobre la que caía la lluvia, y se tensó. Estaba acostumbrado al rechazo. Shuaib no se dio cuenta de aquel gesto del hindú que tardó un poco más de lo necesario en estirar su brazo y agarrar aquella mano. El barro y el agua se fundieron entre los dedos apretados de los muchachos. Era la primera vez que se tocaban.

Anand, el intocable, y Shuaib, el musulmán.

Manos azules y manos de barro.

Cuando se hizo de noche y solo se veían los ojos blancos de los muchachos, dejaron el juego. Estaban exhaustos, empapados y llenos de lodo apestoso. En un lateral de la fábrica caía un torrente de agua de la lluvia. Corrieron hacia él y se metieron debajo. La catarata súbita de la lluvia les hizo reír. Después, Anand se despidió de Shuaib y se alejó por el camino que bordeaba la fábrica.

-Eh, te olvidas esto -gritó Shuaib, lanzándole la pelota de retales, pesada de agua y barro.

Anand la atrapó en el aire y una explosión de gotas lo rodeó. Después, inclinó la cabeza sonriente.

Shuaib lo vio marcharse. Aún permaneció un rato debajo de aquel chorro, que se le metía entre los párpados, en el cuello, que le pegaba la ropa a la piel y resbalaba por sus piernas hasta los tobillos llenos de barro. Un hombre con un paraguas de colores cruzaba el patio de la fábrica. Shuaib se encaminó hacia allí. Todo el cansancio le cayó de golpe. Si cerraba los ojos, se podría dormir andando y, sin embargo, por primera vez en mucho tiempo, se sintió feliz.

Mónica Rodríguez, JEANS. Colección Lidera. Edit. Oxford.




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